Llevo un tiempo teniendo una sensación desagradable que me
recorre de arriba abajo la zona del esternón (no, no quiero potar). Me siento
mal, me siento triste y siento como que me falta algo. La verdad estoy pasando
por un momento sensiblón ya que me han dado un palizón emocional, se me han
descolocado los pensamientos y me puedo poner la autoestima de calcetín de lo
baja que la tengo. Y ahora, que estaba metida en la cama haciendo mis reflexiones
antes de dormir, me he dado cuenta de que lo que realmente quiero no es
arreglar aquello que me ha hecho estar así, lo que quiero es un abrazo.
No soy para nada cariñosa, pero sinceramente, y aunque nadie
lo diría, los abrazos me encantan. Pero no de esos abrazos que te pegas cuatro
golpes en la espalda y te dices lo colega que eres de la otra persona, no; los
abrazos de los que yo hablo son de esos que se dan muy de allá pa’ cuando,
porque de otra manera, no serían sinceros. Son de esos abrazos en los que te
fusionas prácticamente con la otra persona, vuestras respiraciones se
coordinan, el otro pasea su mano lentamente por tu pelo, tu brazo, tu espalda,
y te apretuja como si hiciera frío y quisiera ser tu manta, como si necesitara
asegurarse de que ese momento no va a acabar nunca. Son abrazos que perfectamente
podrían ser eternos.
Cuando alguien me abraza de esa manera cierro los ojos, me
siento segura, relajada, protegida, por un momento se me van todas las
preocupaciones. Y cuando el abrazo termina, veo el mundo desde otra perspectiva,
vuelvo a ser consciente del problema, lo ordeno, lo recalifico y, aunque no de
con la solución adecuada, sí que intento ir a por ello.
¿Qué significa para mí un abrazo? Evasión, desahogo,
protección, seguridad, sentirme comprendida… Pero sobre todo es esa sensación de
saber que, aunque las cosas vayan mal y mi decisión no sea la más acertada, voy
a tener a alguien ahí que no siempre me dará la razón, pero sí estará conmigo
para, cuando me desborde, darme un abrazo, de esos que perfectamente podrían
ser eternos.