Me gustaría. Dos puntos. Me gustaría… ¿Qué me gustaría? ¡Pff! Ya estamos otra vez como el año pasado con el Me gusta. Me he vuelto a quedar en blanco y por más que miro alrededor, que imagino cosas… Nada. Es inútil, me acaban de dar un disgusto y ya no hay manera de atraer a la inspiración.
Hago química. No sale (ojalá saliera). Hago mates. No sale. ¿¡En qué estaba pensando el hombre que inventó las integrales!? Me levanto, estoy enfadada, triste, alterada, todo me da mucha rabia; me siento (más bien me tiro) en el sofá, encojo las piernas encima de la mesa, agarro el mando, como si tuviera patas y fuera a salir corriendo de un momento a otro, y miro a la tele con cara de odio en un intento nulo de fulminar al niño que anuncia las pastas Gallo con la mirada. Apunto de soltar rayos láser por los ojos sale una cría con voz de pito promocionando la super mega escúter de Nancy, a la cuál le cambia el pelo de color a razón de si nos encontramos en zona de altas o bajas presiones, y además tiene una cámara de fotos lomográfica en la espalda. Pero lo mejor de todo esn que la Nancy trae un pintalabios para ti.
Sin estar muy segura de si reír o llorar, de repente se me viene a la cabeza el momento en el que abrí uno de mis paquetes de reyes siendo una enana (me siento como mi abuela, porque acabo de pensar: Vaya basura, esto en mis años no lo había). Era una Barbie que traía un bote de purpurina y, aunque no era tan molona como la Nancy de la tele, me encantaba. No sé qué fue de esa muñeca porque la corté el pelo y la escondí tan bien para que no la viera mi madre, que ni yo recuerdo donde la puse. Cómo me gustaría volver a pasar aquellas Navidades con esa muñeca y su botecito de purpurina, y mi madre detrás mía con el aspirador recogiendo la purpurina. Y mi padre riéndose de la situación. Sonrío deseando volver a ser pequeña para reírme otra vez con mi padre, para que vuelva a empujar el barreño amarillo de un lado a otro de la casa conmigo dentro. La verdad es que era muy divertido, pero la relación con mi padre ha cambiado mucho de un tiempo a esta parte. Ya no hay risas, sino largas charlas sobre mis estudios, mi futuro y restricciones sobre lo que debo o no debo hacer. Me gustaría poder hablar con él de lo que fuera sin miedo a su reacción, poder decirle lo que realmente quiero y que me apoye sin peros ni reproches. “Papá, quiero estudiar bellas artes, siempre hay salidas para alguien que adora lo que hace y lo que es” (Me gustaría creerme lo que acabo de decir).
Sin estar muy segura de si reír o llorar, de repente se me viene a la cabeza el momento en el que abrí uno de mis paquetes de reyes siendo una enana (me siento como mi abuela, porque acabo de pensar: Vaya basura, esto en mis años no lo había). Era una Barbie que traía un bote de purpurina y, aunque no era tan molona como la Nancy de la tele, me encantaba. No sé qué fue de esa muñeca porque la corté el pelo y la escondí tan bien para que no la viera mi madre, que ni yo recuerdo donde la puse. Cómo me gustaría volver a pasar aquellas Navidades con esa muñeca y su botecito de purpurina, y mi madre detrás mía con el aspirador recogiendo la purpurina. Y mi padre riéndose de la situación. Sonrío deseando volver a ser pequeña para reírme otra vez con mi padre, para que vuelva a empujar el barreño amarillo de un lado a otro de la casa conmigo dentro. La verdad es que era muy divertido, pero la relación con mi padre ha cambiado mucho de un tiempo a esta parte. Ya no hay risas, sino largas charlas sobre mis estudios, mi futuro y restricciones sobre lo que debo o no debo hacer. Me gustaría poder hablar con él de lo que fuera sin miedo a su reacción, poder decirle lo que realmente quiero y que me apoye sin peros ni reproches. “Papá, quiero estudiar bellas artes, siempre hay salidas para alguien que adora lo que hace y lo que es” (Me gustaría creerme lo que acabo de decir).
Y ahora me quedo absorta pensando en mi futuro. Me encantaría viajar a los suburbios neoyorkinos, vivir un invierno glacial en Moscú, profundizar en mi cultura mod en Londres, terminar viviendo en un estudio en la calle Fuencarral y llenar sus paredes con mis dibujos. Llevar una vida bohemia como los que salen en la tele, poder exponer algún día en una galería de arte y que mis bocetos salieran al final de todos los telediarios y prensa en el apartado de “Destacados”. Me gustaría despertarme cada día junto a la persona que quiero y sentirme querida, llevar a Iván Jr. al cole, que enseñara la portada de su libro favorito y dijera “Mira, esto lo ha hecho mi mamá”, mientras yo me hincho cual palomo, le doy un codazo a la señora de al lado y digo “Mira, ese rubito tan salao’ es mi hijo” (aunque si es moreno le querremos igual). Quisiera ir después paseando al trabajo, aún no tengo claro cuál, ¿cirujano?, ¿psicólogo?, ¿veterinario? Cualquiera siempre que pueda llegar a mi casa sintiéndome realizada. En cuanto al último trabajo… bueno, no sé si siendo veterinaria o no, pero lo que sí me gustaría sería tener un centro para animales abandonados, porque creo que los animales son mucho más nobles que la mayoría de las personas.
Y ahora sí es cuando bajo de la nube y recuerdo el disgusto que ha impedido que me cunda la tarde. Adiós sonrisas tontas de felicidad, adiós sueños, vuelvo a poner los ojos achinados a la espera de que salga el niño de las pastas gallo para fulminarle. Intento parecer enfadada pero de lo que realmente tengo ganas es de derrumbarme. Me gustaría que estuviera prohibido jugar con las personas, que se vetaran las mentiras, las falsas sonrisas, quisiera aplicar la Ley del Talión a aquellos que me han hecho pasarlo mal, que sintieran lo que yo he sentido y que lloren lo que no he llorado…
Otra larga pausa. Cinco, diez, quince minutos de anuncios, y los que quedan. Me gustaría que no hubiera tanta publicidad, aunque ya no la miro, estoy absorta en mis pensamientos, ensimismada. Pienso en lo que he querido, lo que he soñado, las muchas y tantas ilusiones que quedaron prendidas en el aire, cosas que me hubieran gustado y no han sido. Y un sentimiento de algo que no sé describir me oprime el pecho y hace que me escuezan los ojos, escozor contra el que yo sigo luchando. Pienso en el porqué de esos deseos perdidos y acabo deseando yo algo: que estas ilusiones no se desvanezcan cada vez que bajo de la nube y tener el valor de luchar por ellas. Realmente, quisiera tener el valor y la confianza para luchar por mí y por lo que valgo, porque siento que tengo mucho que decir y el rechazo a mí misma me lo impide. Quisiera derruir mi fachada, esa que está formada por mis miedos y complejos y aprovechar cada oportunidad que se me ofrece.
Pienso en mis hermanos. La gente puede pensar que resulta cargante el oír tanto de mis hermanos, pero a mí me parecen un verdadero ejemplo a seguir. Ayer estaban escribiendo la carta a los Reyes Magos, sonriendo, llenos de ilusión, una ilusión y una alegría que no se acaba. Mi hermano lleva tres Navidades reclamando a Baltasar su Scalextric, y por cuarta consecutiva lo escribe en la carta, y está segurísimo que este año cae. ¡Pobre iluso! Creo que nuevamente se va a encontrar un pijama más para su colección al lado de los zapatos (me gustaría llegar a entender algún día porqué las abuelas siempre regalan pijamas). Quisiera, y aunque me repita, volver a ser niña, quiero tener otra vez esa ilusión, esas ganas de comerme el mundo, ese sentimiento de pensar que todo lo puedo.
Y ahora cojo un lápiz, un papel y me dispongo a hacer algo de lo que mi cabeza se burla, pero mi corazón pide a gritos:
“Queridos Reyes Magos:
Lamento haber estado tanto tiempo sin escribiros. ¿Qué tal os va? No me voy a enrollar, ya sabéis que yo siempre soy muy buena y hago caso a papá y a mamá, y por eso, este año me gustaría recuperar esa chispa de ilusión que tan oculta parece que tengo porque al fin y al cabo, ¿de qué valen tantos me gustaría si no tengo la ilusión de que algún día llegarán a cumplirse?”
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